Comentario
Si las Academias contribuyeron a normativizar la lengua, el derecho y las bellas artes, la Monarquía se preocupó de revitalizar la institución básica de la enseñanza superior, la Universidad. No vamos a extendernos sobre la situación universitaria española anterior a la llegada de los Borbones, sino que ha de bastarnos señalar algunas de sus carencias más llamativas: falta de recursos, falta de dotaciones para el profesorado, negativa influencia de las órdenes religiosas, excesiva dependencia respecto de las instituciones eclesiásticas, desvirtuación de sus funciones por la presencia de la casta de los colegiales mayores, anarquía en la expedición de los títulos, obsolescencia de los planes de estudio, geografía aberrante, diferencia abismal entre los grandes centros tradicionales (Salamanca, Valladolid, Alcalá, Valencia, Sevilla, Zaragoza) y las universidades "silvestres" (Osuna, Baeza, Oñate, Irache, Sigüenza).
Pese a este desolador panorama, la reforma universitaria no fue emprendida con urgencia. La primera medida de importancia fue en buena parte accidental, la fundación de la Universidad de Cervera (1717). El retorno de Cataluña a la obediencia borbónica brindó a Felipe V la oportunidad de suprimir todos los centros que habían venido funcionado hasta el momento y fundar de nueva planta una Universidad en la ciudad leal de Cervera. Entre las originalidades que ofreció el nuevo centro, Joaquim Prats ha destacado la dependencia directa respecto de la Corona, que intervenía en su financiación frente a la práctica contraria generalizada universalmente, así como el contenido avanzado de sus estatutos, que preveían profesorado cualificado, planes de estudio racionales y apertura a las corrientes científicas imperantes en los medios europeos. Sin embargo, la que había de ser la Atenas borbónica quedó a medio camino, aceptando el compromiso con elementos retardatarios en el gobierno de la institución y aferrándose a un tibio eclecticismo en las enseñanzas, pese a la presencia de algunas notables figuras científicas, como los filósofos Mateo Aymeric y Antonio Nicolau, el matemático Tomás Cerdá y, sobre todo, el jurisconsulto romanista José Finestres y su discípulo Ramón Lázaro de Dou.
Tras esta precoz intervención en Cervera, la acción gubernamental se eclipsa prácticamente durante medio siglo, pese a la presencia de la cuestión universitaria en los debates ilustrados o a la influencia entre los intelectuales hispanos del libro y las ideas del tratadista portugués Luis Antonio Verney, el Barbadiño. Por ello, puede decirse que la siguiente medida con incidencia relevante en la trayectoria de la enseñanza superior fue la expulsión de los jesuitas.
No es este el lugar para ocuparse extensamente del proceso que llevó en España a la expulsión de la Compañía de Jesús, acusada de ultramontanismo, de oposición sistemática a la expansión del regalismo, de obstáculo para la necesaria reforma eclesiástica, de conservadurismo político ejercido a través de su implantación en el sistema educativo y de su influjo sobre las elites ilustradas, para culminar con su implicación en el motín contra Esquilache. Al margen del debate sobre la justicia de la medida, la salida de los jesuitas expulsos dejó un inmenso vacío en el ámbito cultural español y, singularmente, en el mundo de la enseñanza superior, que obligó a las autoridades a intervenir de forma urgente en este campo.
En este contexto, la Universidad de Cervera hubo de proceder a una amplísima renovación de su profesorado, que despejó el camino para una mayor apertura a la producción intelectual europea. En Sevilla, la necesidad de adoptar disposiciones sobre las seis casas abandonadas por los jesuitas fue la ocasión para la redacción de un nuevo plan de estudios para la Universidad por parte de su asistente, Pablo de Olavide, una de las figuras más significativas de la cultura ilustrada española. El plan perfilaba algunas de las líneas mayores de la reforma universitaria: control estatal de los centros superiores, secularización tanto del profesorado (con exclusión de los religiosos) como de los estudios (que debían incluir junto a las tradicionales disciplinas de filosofía, teología, derecho y medicina las modernas enseñanzas de matemáticas, geometría, física, biología y ciencias naturales), renovación de la metodología (implantando el libro de texto), erradicación de las controversias entre las diversas escuelas y del espíritu escolástico. Aprobado por el gobierno en 1769, el plan de Olavide, que había tomado algunas de sus ideas de otro proyecto previo encargado por el secretario de Gracia y Justicia, Manuel de Roda, al erudito valenciano Gregorio Mayans, fue el punto de partida para el ensayo general de reforma de los planes de estudios ordenado por el Consejo de Castilla a todas las universidades españolas.
Mientras llegaban las contestaciones a estas propuestas, el gobierno tomaba una nueva iniciativa, la reforma de los colegios mayores. Los colegios mayores, fundados a lo largo de la época de los Austrias como centros de acogida de estudiantes pobres a los que se concedían becas para seguir sus estudios, habían pasado a ser, en un proceso de desvirtuación de sus primitivos fines, un reducto de privilegiados que, controlando la adjudicación de las becas, detentando los cargos de gobierno y ocupando luego las principales cátedras, habían puesto en marcha todo un sistema basado en el mutuo apoyo para monopolizar la provisión de cargos en la administración pública. Esta casta de colegiales, baluarte de la más rancia concepción tradicionalista y aristocratizante de la sociedad, trataba de mantener esta situación, tan favorable a sus intereses, frente a los golillas o manteístas, estudiantes de extracción más modesta y carentes de apoyo corporativo, entre los que fermentaban las ideas del cambio y la reforma ilustrada.
Olavide ya había lanzado su andanada contra los colegios, pero la reforma de 1771 fue sobre todo obra del valenciano Francisco Pérez Bayer, catedrático de griego de Salamanca, bibliotecario de Carlos III y preceptor de los infantes, que, tal vez inspirado en el trabajo crítico de su amigo Manuel Lanz de Casafonda (Diálogos de Chindulza) y contando con el apoyo entusiasta del obispo de Salamanca, Felipe Bertrán, y la protección del secretario de Gracia y Justicia, Manuel de Roda, y del confesor real, Joaquín de Eleta, dirigió todo el proceso, cuyas raíces teóricas había planteado en 1770 en su Memorial por la libertad de la literatura española. La reforma, que afectó a los seis colegios mayores de las universidades de Salamanca, Alcalá y Valladolid, se aplicó escalonadamente, decretándose primero la cancelación de las prórrogas y de las licencias de hospedería (que permitían la permanencia de los colegiales después de haber concluido sus estudios), así como la paralización de las admisiones, para concluir (ya en 1777) con la aprobación de un nuevo plan de becas y la designación de las promociones de colegiales directamente por el poder público. Los resultados no fueron, sin embargo, todo lo halagüeños que se esperaban, probablemente porque la remodelación no fue todo lo radical que debía, permitiendo la reproducción del espíritu de casta pese a las modificaciones del sistema de selección. Por ello, pueda tal vez decirse que la verdadera ruptura no se produjo hasta 1798, cuando se decretó la total supresión de los colegios.
La ola aperturista alcanzó también, con mayor o menor timidez, a los planes de estudios de las Universidades de Valladolid, Alcalá, Santiago, Oviedo, Zaragoza, Granada e incluso Salamanca, pese a que su respuesta al requerimiento del Consejo de Castilla no pudo ser más decepcionante. La más importante de estas remodelaciones universitarias fue, con todo, la llevada a cabo en Valencia por el rector Vicente Blasco, que transfirió el control del centro desde el municipio a la Corona (en una línea que el gobierno había prefigurado con la creación, desde 1769, de la figura del director de la Universidad) y que impuso en la enseñanza de filosofía los estudios de filosofía moral, matemáticas y física, y en la de derecho los estudios de derecho natural y de gentes. En cualquier caso, la implantación de la moderna enseñanza en el nivel superior no fue, por lo que se ha visto, un proceso homogéneo, sino muy diferenciado, ya que el gobierno respetó el régimen de autonomía universitaria hasta la instauración de un plan de estudios uniforme por el marqués de Caballero, ya en la tardía fecha de 1807.
De este modo, la intervención gubernamental propició una profunda renovación de la Universidad española, que en cualquier caso hubo de llevarse a cabo en medio de las resistencias de los partidarios del jesuitismo, de los colegios mayores y de la ciencia tradicional. De ahí que la Universidad, salvo muy contadas excepciones, no figurase a la vanguardia de la reforma educativa de la España ilustrada. De ahí, por tanto, que el gobierno adoptase la solución de promover nuevos estudios por otros caminos y que determinadas instituciones (como los Consulados o las Sociedades Económicas de Amigos del País) tomasen la iniciativa de organizar nuevos centros de enseñanza, especial pero no exclusivamente en el campo de la formación profesional.